domingo, 16 de abril de 2006

Pasos y paseos por la fresca primavera leonesa paladeando buen orujo

Diecisiete personas se atrevieron a pasear hacia el interior de este gran trozo peninsular de tierra (innombrable para no herir sensibilidades o para evitar polémicas) durante una Semana Santa fresca. Pasar, pasos, paseos, pasear y pasearlos: palabras que serán explicadas a lo largo de este paseo escrito personal durante unos días de agradable convivencia en buena compañía.
Éramos diecisiete, un grupo considerable de personas relacionadas directa o indirectamente con GRMANIA. Todas nos atrevimos a partir el primer sábado vacacional de esa semana, santificada al gusto del consumidor, hacia ese interior lejano, hacia ese destino final situado en el centro habitado más bajo de la provincia de León, con nombre bíblico que nada tiene que ver con la realidad.
El paseo hacia allá se efectuó a la carta, o sea, según cada mapa personal y preferencias de itinerarios. Varios son los caminos que conducen a Caín. Los mapas, GPS y ese sexto sentido clave para resolver tantas dudas, todo ayudó para que nadie se perdiera.
Cuando hace años que pasas por la misma calzada parece que algo de ella forma parte de ti: la has visto cambiar (pero ella también te ha visto cambiar a ti), antes entraba por pueblos que ahora rodeas, observas nuevas estructuras, edificios diseñados a tenor de las nuevas arquitecturas e ingenierías, muchos clubs por todos los sitios, algún toro del anuncio aún en pie y la primavera por todas partes, esa estación que se nos muestra más o menos desarrollada en proporción al clima. Lo que en el Mediterráneo ya es el incipiente fruto, en el interior aún no es más que la hinchada yema o una recién estrenada flor en ese árbol que ya está impaciente por iniciar de nuevo el ciclo de la vida. Son los campos verdes, las llanuras como si fueran praderas asturianas pero con fecha de caducidad: dentro de unos meses el amarillo lo teñirá todo, después el gris para pasar al marrón, al descanso del barbecho y, vuelta a empezar.
Las carreteras, las autovías, autopistas o, si se prefiere, las siglas N, la A, la AP, la C, en versión carretera del Estado, Autonómica, Local, Foral, de la Junta de Castilla y León, etc. te van anunciando realidades terribles que no parecen convencer demasiado: mensajes no muy alentadores pero necesarios, más propios de un inmenso tanatorio con apelaciones a que si desde enero en Cataluña ya llevamos más de cien muertos, de si la semana santa pasada hubo 105, de si no podemos conducir por ti o que el alcohol puede matar. Mientras, a tu lado, si vas a 120 sólo te acompañan los camiones, los caballos motorizados relinchan a tu lado mientras tú confías en ser un fiel cumplidor de las normas. Relucientes vehículos llenos de potencia demuestran el poderío de quien va dentro.
Después del largo paseo por el asfalto, de cruzar provincias y más provincias, una ruta te lleva al lado del Camino de Santiago, junto al buen vino de Rioja. Tienes la suerte de ver a peregrinos por Nájera, Santo Domingo de la Calzada, Villafranca-Montes de Oca, el puerto de La Pedraja, Ibeas de Juarros (donde están las excavaciones de Atapuerca) y Burgos, la gran Burgos donde dicen que sólo hay dos estaciones: el invierno y la del tren.
Después, dirección a Sahagún, ya en el Camino de Santiago de León, desvío hacia Cistierna y a Riaño, pueblo famoso por el pantano. Allí fue el punto de encuentro con los guías locales, con quienes nos pasearon, con dos GRmanos destacados en esas tierras de los Picos de Europa. Carretera dirección a Asturias por el puerto de El Pontón, giro a la derecha hacia el valle de Valdeón y, arriba del puerto de Panderrueda (1450 metros), parada para ver el balcón de Picos, las montañas nevadas que conforman el valle de Valdeón, en donde nace y por donde discurre el río Cares. Tras el paseo hacia el mirador, fotos, estiramientos musculares humanos y caninos, bajada hacia el fondo del valle. Posada de Valdeón es el kilómetro cero de la carretera que conduce a Caín, a 480 metros allá abajo. De la carretera, mejor no hablar. Espectacular, retorcida, estrecha y anunciadora de sustos, aunque aquí no haya paneles con los 105 muertos. Después de Semana Santa la cortarán durante 35 días para construir un sentido para cada dirección en un tramo de un kilómetro, de ése que a algunos les hizo mirar para el otro lado y rezar a Genarín (¿quién es?, esperad) para que no viniera otro vehículo de cara. Un pueblo que estará incomunicado durante más de un mes, una noticia tremenda para urbanitas pero celebrada por los cainejos después de tantos años de paciente espera.
No, no pasamos “las de Caín”, y eso que estábamos allí, en medio de un interesante pueblo, con un albergue inacabado de diseño ultramoderno, lavabos y duchas unisex, todos juntos pero no revueltos. Habitación dedicada a roncadores, donde no estaban todos los que eran pero los que allí se refugiaron no se molestaron entre ellos, y eso que eran una pareja (no de hecho).
Los condumios fueron consistentes, con cenas y comidas propias para andar todo el día. Hubo quienes salieron a la del alba cada día, hombres y mujeres que se enfilaban por temerarios riscos en muy pronunciados desniveles. Subir quinientos metros era cuestión de minutos y de muchos esfuerzos, con un paisaje espectacular donde la nieve marcaba la altura y, abajo, los árboles parecían mediterráneos por sus flores y hojas. En este pueblo nunca nieva.
El actual núcleo habitado se llama Caín de Abajo. Antes nos explicaron que había otro pueblo, al que un día visitamos, Caín de Arriba, visita que acabamos en la cueva de los quesos, llamada Cueva de Santibaña, a 940 metros de altura. Los cainejos bajaron por las mejores condiciones de vida que ofrecía el actual espacio y por los cambios de formas de vida que provocaban los nuevos tiempos. Impresionó mucho cuando nuestros amigos nos dijeron que antes los cainejos no solían morir en su casa. Se despeñaban en sus actividades cotidianas: yendo a buscar las cabras, o sacándolas de zonas aéreas, transportando queso de un secadero a otro o a los mercados donde los vendían, en Cabrales y Cangas de Onís. Caín nos recibió con varios monolitos y placas al otro lado del puente. En total y de momento, cuatro. Descubrimos luego a quién estaban dedicadas. Y, en homenaje a Gregorio Pérez, copiamos todos los textos, que se incluyen ahora:

- Primer texto: “A Gregorio Pérez “El Cainejo”: ‘ No hice más que colocar mis manos y mis pies donde Gregorio había puesto los suyos’. Pidal
1 de agosto de 2004Los Montañeros de León

- Segundo texto:o 1904-1974El Cainejo A Gregorio Pérez El Cainejo en el 75 aniversario – Primera ascensión al Naranjo de Bulnes5 agosto 1979

- Tercer texto:o El equipo de “Al filo de lo Imposible”, a Gregorio Pérez El Cainejo precursor de la escalada de dificultad en España que junto a Don Pedro Pidal escaló por primera vez el Naranjo de Bulnes
En memoria
5 de agosto 1904 – 5 agosto 1993

- Cuarto texto:o A Gregorio Pérez (1853-1913)Muy esforzado, valiente, generoso y leal compañero de Don Pedro Pidal en la primera ascensión al Naranjo de Bulnes, el 5 de agosto de 1904.
Homenaje del G.V.M.AAgosto 1979

La deducción de tantos recuerdos es lógica. Es el orgullo de Caín a su paisano, que fue quien ayudó al marqués de Comillas a ascender por primera vez el Naranjo de Bulnes el 5 de agosto de 1904. Las placas no dicen que Pedro Pidal compró en Londres la cuerda que usaron, que llevaron dos botellas de vino, que una se la bebieron arriba y otra la dejaron para demostrarle a su rival francés que ellos ya habían llegado dos años antes que él, que para llegar al Naranjo tardaron dos días y que antes se entrenaron en un pico considerable. Son hechos de un pastor que representa a tantos cainejos anónimos y a muchas personas que han dedicado su vida a cuidar de sus animales en el campo, sin importarles el tiempo u otras circunstancias. Nos puso muy contentos cuando conocimos a un nieto del escalador, un señor mayor que nos lo confirmó mientras fabricaba artesanalmente objetos de madera de un nogal que había sido roto por un alud de nieve. Estaba sentado a la puerta de su casa, con las mismas herramientas que habían usado sus antepasados. O la conversación que mantuvimos con otro señor mayor del pueblo. Gente que aún salen a vigilar sus cabras u ovejas por unos desniveles que hay que ver y andar para explicar.
Este cainejo nos dijo que de su edad había treinta personas, que salían cada día y con unas piernas en forma. No se nos olvida la vista y el olfato con que le predijo a otros excursionistas que no serían capaces de subir por donde pretendían. Al poco rato bajaron para confirmárselo. Pensábamos en voz alta, nos interesaba cómo sería la vida aquí antes, nos costaba creer que se pudiera vivir sin nuestras comodidades, como si éstas hubieran estado siempre. Y admirábamos a esta gente a medida que hablábamos con ellos y que nuestros amigos de GRMANIA nos relataban los avatares de unos tiempos duros. Caín nos ofreció esa ruta tan paseada, la del Cares, que ya conocíamos bastante, y también otras. Impresionante cantidad de agua, con muchas cabras a lo largo del recorrido, animales que nos trajeron a la memoria eso de hacer el cabra, estar como cabras, la cabra tira al monte o estar cabreados. Eran animales reales, no de los de uso turístico para hacer la foto. Al final de la ruta, en Poncebos, fabes con almejas para recuperar fuerzas y afrontar la vuelta con lluvia. Una compañera hizo la heroicidad de acabarla con las dos botas de montaña totalmente destrozadas por debajo. Caín ha cambiado desde las veces anteriores en que fuimos. Hay más hostales, un nuevo albergue, personas amables y hospitalarias, caminantes, excursionistas y los turistas de cualquier lado, y muchos solteros. Dicen que hay veinte. También se ven chicas lationamericanas instaladas en el pueblo. Casas mejores, un entorno abierto a las visitas pero aún no demasiado domesticado para las grandes muchedumbres, con comidas contundentes como la fabada, las alubias con almejas, corzo, cabrito, trucha con jamón, ternera, pote. Un paisaje cambiante, típico de la vertiente norte y de Picos de Europa, unas montañas con tantas tonalidades como las que nos brindan los cambios de la meteorología, en especial el efecto de las cortinas de niebla que desdibujan los picos o los ocultan por partes, o el sol con sus matices desde el amanecer hasta el atardecer. La televisión predecía un tiempo y la realidad es que había tantos tiempos como momentos del día. Ésa era una de nuestras preocupaciones pero también el encanto. Nos gustó este pueblo encajonado al final del valle de Valdeón, esa antigua construcción para cazar lobos llamada El Chorco de los Lobos, la ermita de Corona, donde dicen que coronaron a Don Pelayo, y el queso azul y la mantequilla artesanal que compramos en Posada de Valdeón.
Subir para bajar o al revés, ambos retos nos ocuparon estos días, más para unos que para otros. Fueron esos momentos que recuerdas mejor cuando han pasado, incluso con ese barniz de nostalgia que aporta la memoria y las fotos digitales. Con tiempo también para alguna discusión entre personas amigas, como si fuera más debida a un supuesto mal de altura que no a causas con fundamento. Con paseos por praderas alfombradas con flores amarillas y azules que formaban un paisaje bucólico, tanto que a alguna ninfa del grupo se le disparó la imaginación. En más de un momento dijo sus deseos en voz alta y se creyó allí, retozando con algún fauno lascivo en una tienda de campaña, desgastando sus primaverales energías. A tal ser le llamó “maromo”. La imaginación al poder y con agua para lavarse más abajo. No pensó que allí cerca, en Caín, había veinte solteros, de los de carne y hueso. Y con muchas cabras.
Fueron días que algunos convertimos en nuestra particular celebración del décimo aniversario de GRMANIA. Sólo nos faltó levantar una jarra de cerveza al lado de tantas placas en homenaje a Gregorio Pérez y a Pedro Pidal. Nuestro homenaje a ellos, con cariño y respeto desde la cultura del esfuerzo.

Hubo abundante cerveza, pero no sólo esta bebida. El orujo fue el símbolo de estos días. Muchos chupitos de este aguardiente tan típico de las frías tierras leonesas. Después de la comida o de las cenas, cuando la noche nos traía el frío, el agua o la nieve allá arriba, quienes bebían degustaban esta libación en sus variadas formas: al natural, como crema o a las hierbas. Fue el mejor isostar para tantos paseos en muy fuerte ascenso y descenso.
Transcurridos los primeros días, las diecisiete personas se separaron hacia otros destinos. Después de conocer Lois y la acostumbrada hospitalidad de Antonio y Ginés, quedaron algunas que quisieron conocer la ciudad de León, sus monumentos y qué se hacía el Jueves Santo allí.
Dicen que vieron lo habitual que figura en los catálogos turísticos, devotas y serias procesiones por la tarde, los pasos de la Semana Santa, que visitaron y bebieron en el Barrio Húmedo (buen nombre) y que esperaron para la otra procesión, la que no figura en los religiosos catálogos turísticos pero que cada vez cala más hondo entre el ambiente bohemio y profano.
La noche del jueves al viernes santo, una muchedumbre se concentra en la plaza de San Martín, ante unos comensales que cenan en un resataurante con balcones. Son los miembros de la Cofradia del Padre Genarín. Allí cenan lo que ingirió Genaro una noche como la de hoy en el año 1929: sopas de ajo, queso, una naranja y orujo. Aquel lejano día, borracho y en mitad de la clalle de los Cubos, fue atropellado por el primer camión de la basura que hubo en León. Se quedó sin frenos y atropelló a este pellejero, borrachín, amante de burdeles y de tabernas que estaba realizando sus necesidades en mitad de la calle. En su homenaje, después del franquismo, se recuperó esta cofradía y esta procesión, cada vez con más público.
Los miembros de la cofradía salen al balcón, leen su anual homenaje a Genaro, nombran al nuevo cofrade y anuncian la nueva procesión, la cual saldrá de la Plaza del Grano más tarde.
En esta plaza se concentran muchos fieles, con muchas botellas de orujo y demás brebajes de un botellón casi general. Del camión allí instalado se descargan todos los “pasos” de tan curiosa procesión: la muerte, un tonel con un ramo de laurel, la imagen de Genaro agarrado con una mano a una farola encendida y sosteniendo una botella de orujo con la otra, los cofrades con pipa y puro, acompañantes con teas encendidas y la imagen de una mujer de las que dicen “de buen vivir” que lee la noticia de la muerte de su cliente en el diario.
La comitiva recorre el centro histórico de León, con banda de música y muchas botellas, alegría alcohólica y jolgorio general. Una multitud que, al paso que va, pronto eclipsará las otras celebraciones religiosas por volumen de público.
Pasa por la plaza de San Martín llena, así como todas las calles adyacentes. Se detiene en la explanada enfrente de la catedral. No se cabía. Allí se leen otros ripios ante el edificio religioso y siempre acaban con la frase de rigor que se repite a menudo:

“Y siguiendo sus costumbres,
que nunca fueron un lujo,
bebamos en su memoria,
otra copina de orujo”

Y se procede en consecuencia. La procesión continúa hasta el sitio en que murió, en el arco de la muralla, en la carretera de los Cubos. Llena a rebosar, a las tres de la madrugada, se procede a honrar a Genaro, bajo muchos focos de televisión, máquinas de fotos y otros focos de luz instalados para la ocasión. Nuevos ripios que acaban en los versos anteriores y un escalador que sube por las piedras de la muralla hasta la hornacina donde cada año se le pone una nueva corona y, dentro, un trozo de queso, una naranja, un trozo de pan y una petaca de orujo. La ceremonia acaba con los vasos de orujo de nuevo arriba.
Mientras, la procesión es una euforia colectiva donde se aprovecha para meterse con los de Valladolid, ridiculizar al actual alcalde (que hacía pagar su gomina del erario público), “coca cola asesina, el orujo al poder”, algún grito contra Zapatero, muchos contra el obispo y otros contra el Estatut, o afirmando que todo nacionalismo es fascismo. Los “pasos” de esta peculiar procesión acabaron aquí mientras mucho público dedicará la noche a honrar a Genaro como le corresponde.
Y GRMANIA estuvo allí, con aquella ninfa ya adulta que buscaba un maromo en Caín (con los que había aquí en medio de tanto gentío) y ahora como fiel devota de los “pasos” de Genarín. Y también estábamos los que la acompañábamos.
Al acabar, confirmamos nuestra fe “con una copina de orujo” en un bar de los alrededores.

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